EUFORIA Y FURIA DE LA PINTURA (Por Manuel Lleó, escritor).
Uno ha llegado al taller ensimismado, quizás contrariado o preocupado. Por la pintura o por la vida, por lo que dejaste atrás o por el lienzo vacío que tienes delante y espera en el caballete. Pero he aquí que llega Natalia y trae con ella desparpajo, vitalidad y pura energía: alegría, cháchara... disposición. Quizás la palabra sea euforia, tal vez excitación.
En cualquier caso una fuerza que al poco se desata en trazos firmes y veloces que venían en las alforjas de sus ganas de pintar. Y así surge un dibujo fácil y expresivo, las primeras formas y los primeros nudos del lío que nos ata en cada cuadro.
Empieza la fiesta. A partir de ese boceto inicial, en el que ya se adivina la categoría posterior, se va a desatar una tormenta de dudas y de vacilación, de protesta, de preguntas sin respuesta y de un enfrentamiento feroz entre el artista y su obra.
Es el momento de la furia y de la tensión, del inevitable duelo entre dos seres vivos: el cuadro y el artista. Conviene alejarse.
He asistido a esa pelea en muchas ocasiones y hay decir muy rápidamente que Natalia no se va a dejar noquear así como así.
Probablemente, para muchos pintores, no hay arte si no es de esta manera, pues la dichosa furia es una simple correlación, una inevitable y dramática esencia de los procesos de la creación. Al menos con Natalia que, a diferencia de otros, no vive la certeza de la inutilidad de todo esfuerzo y pese a ciertas querencias, llamémosles destructivas, controlará el arrebato y terminará ganando su particular la batalla por el camino de la exigencia, la resistencia y el trabajo.
Al final de todo este trajín aparecerá radical y firme el resultado de una tensión efímera. Una obra construida a fuerza de derribar obstáculos. Volvamos pues a la alegría: ha ganado el arte.
Con Natalia hay pintura: verdadera, pasional sin remedio, romántica hasta la médula y paradójicamente eufórica y desatada hasta el final. Emparentada con la pintura nórdica y germánica, sus rostros vienen de Francis Bacon, sus estaciones y trenes del realismo más cinematográfico y sus grotescas e imposibles ciudades del futurista Metrópolis de Fritz Lang. Quiere esto decir que el cine y muy especialmente el expresionista influencia toda su obra y su color, que en su caso más bien es una imperceptible ausencia.
A diferencia del sentido de aquella frase del expresionismo ?el color de la vida es el amarillo,?su color es suyo: poco y suficiente, con toda la difícil cualidad tonal del claro y del oscuro.
Y por encima de todo cuadros aparentemente inocentes pero satíricos y alegóricos que, en el fondo, cuestionan el progreso y la sociedad. Pintura tierna y lírica, a la vez que apocalíptica y, sobre todo, particularmente poderosa y rotunda. Quizás como ella misma.
Manuel LLeó